jueves, 9 de octubre de 2008

Comer coños

Forma parte de nuestra historia, o leyenda, personal la gran discusión que entre nuestros amigos suscitó esta particular práctica sexual. Era una noche de otoño de 1995. Llovía y nos refugiamos en los soportales del Coso de los Califas. Fue una discusión de profundidad intelectual, rigor teórico, y consumo alcohólico. Émula de la dialéctica platónica. Aquella discusión supuso un antes y un después. Fue un Rubicón. Trazó una nueva línea divisoria entre nosotros.
La polémica giró entorno entre los que gustábamos de ella y los que no. Como es de suponer, me distinguí entre los ardorosos defensores de esta húmeda conducta. Había muchos argumentos a favor de ello. El principal es que la beneficiaria del cunninlingus suele agradecerlo devolviendo el favor, en forma de fellatio.
Yo sin embargo, me embarqué en la defensa del acto en sí mismo. Siempre he encontrado gran placer en acariciar la vulva y la vagina, con la lengua y labios propios (incluso con los dientes, en ocasiones propicias y con mozas emprendedoras). Evidentemente no todas me han proporcionado los mismos estímulos y placeres. Aquí viene a colación mi fascinación por las feromonas femeninas y el poder que los olores de determinado tipo de ellas (de fórmula desconocida por mí, para mi desgracia) ejercen sobre mi líbido.
También he de decir que no tengo particular afición por la disposición del vello púbico. En todo caso, creo que me inclino en ello por una actitud aristotélica. Resumidamente diría que no me gustan los extremos. Desde luego lo que menos me gusta es el rasuramiento total. Todo ello debe traer raíz en la teoría del reflejo condicionado del Dr. Pavlov. Por tanto, seguramente asocio la conducta con la caricia del vello púbico. Su falta se echa de menos. Aunque evidentemente tampoco resulta agradable tener que hacerse lugar entre intrincado follaje capilar.

1 comentario:

Rafita Bull dijo...

Gran tema, mira por donde me me voy a comer uno ahora mismo y esperaré ansioso la fellatio de respuesta.